De memoria

Los periodiqueros…

Carlos Ferreyra

 

Comenzábamos turno a las seis de la tarde y hasta que todo estaba “cuadrado”, correcto y “al mero centavo”, cerrábamos con llave las gavetas y entre la media noche y la primera hora de la mañana, nos íbamos a descansar.

 

Laborábamos en un gran salón casi un centenar de operadores de máquinas de contabilidad. Privilegiado, estirando un poco el cogote miraba la cantina El Gallo de Oro, donde surtíamos las Cocas familiares a las que tirábamos la mitad y rellenábamos con Ron Huasteco Potosí, para Ella y para Mi, decía la cantaleta publicitaria.

 

En teoría nos marchábamos a casita; así se llamaba nuestro equipo de fut de la Liga Bancaria, éramos Los Murciélagos Bancomer. Por lo memos dos noches por semana nos refugiábamos en la Academia de Bailes de Salón Mata Hari, en la esquina de Bucareli y Artículo 123.

 

Se trataba de un caserón semiderruído cuya escalera estaba adosada a la pared viendo hacia un extenso patio que usaban los periodiqueros para organizar sus repartos.

 

Allí mismo una señora elaboraba tacos de tripa y otras delicias, mientras una más preparaba los cafés o los tés de canela con su chorrito de chínguere.

 

Nosotros salíamos del antro cuando comenzaban las entregas de los primeros ejemplares. Enfrente, un señor Flores, poderoso concesionario de Excélsior que también repartía otros medios.

 

Apenas dábamos unos pasos fuera del que rebautizamos como Las Bicicletas porque las maestras danzoneras se alquilaban por horas o fracción, los trabajadores soltaban un concierto de silbidos.

 

Cantaban coros improvisados haciendo escarnio de los jóvenes borrachines, que por su lado respondían con insultos como esclavos, gatos, etcétera. Curioso, ni de un lado ni del otro había ofendidos, era una especie de juego.

 

Fue mi primer contacto con un gremio que mucho tiempo después aprendí a valorar. Con simpleza aunque los periodistas éramos el punto fundamental, la esencia de la noticia, a final de cuentas todo estaba en manos de los poderosísimos papeleros.

 

Bastaba una orden del cacique de la agrupación, un tal Corchado, para desaparecer un medio. Con no sacarlo a la venta o dejar que se promoviera solo, sin vocear.

 

Me adentre en las tripas de la organización cuando apenas ingresado a Sucesos, sin experiencia en los medios, mucho menos contactos, Don Dueño, mi bien recordado jefe Gustavo Alatriste, me nombró “jefe de circulación”.

 

Empecé por visitar a Flores que a las cinco de la mañana organizaba los centros de distribución. Me dejó ver las planillas que registraban entrega y devolución.

 

Tres semanas más tarde me permitió reconfigurar las asignaciones. El distribuidor de Catedral de los atados que se le entregaban prácticamente regresaba los ejemplares maltratados por los cinchos.

 

En cambio, el de Tlalpan regresaba paquetes completos, sin abrir. Así fui estableciendo un balance al que sumaba mi recorrido por donde había puestos a cuyos encargados les pedía autorización para reacomodar su oferta.

 

Tapizaba de Sucesos y La Familia los laterales de los puestos, creando una especie de ornato para el resto de los medios. Créase o no, el resultado fue positivo.

 

Fue mi ingreso real al mundo de la información. Dejé muchos afectos entre los puesteros que apreciaban mi esfuerzo en medio de mi ignorancia.

 

Francis Sttopelman, el mejor holandes que pasó por estas tierra del Anáhuac, nos legó esta imagen que representa todo…

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