Opinión

De memoria

El cine y yo…

Por Carlos Ferreyra

Dejé de asistir al cine o acudir lo menos posible, cuando cambiaron aquellas regias salas, adornadas con jarrones, cielos artificiales, palaciegos candiles de prismas y hasta ciudades en miniatura, por los tontos cajones donde encierran al espectador y lo intentan atraer con suplementos: atibórrese de fritangas, celebre su cena con platillos de alta cocina, y así.
Que el mundo ha cambiado, ni hablar. Hace todavía poco tiempo, los teléfonos se usaban para comunicarse con otro aparato similar, hoy el reclamo publicitario muestra la calidad de las fotografías, la capacidad de almacenamiento de mensajes vía redes.
Y los coches, antes palacios rodantes pero con un volante, acelerador, freno, un radio y la emoción del control total por el manejador, ya nada que ver con los artefactos que ofrecen conexión inalámbrica, mapas para saber por donde circular, televisión alrededor del armatoste y claro, si se acuerda del motor está bueno pero ya no es lo esencial.
Así vamos degradando la existencia. No se trata de rechazar el progreso, la modernidad, sino de dejarle cierta sustancia, sabor, a la vida. Y que las palomitas priven sobre lis guisos en las salas de exhibición.
En Morelia había dos cines, el Eréndira sobre la Calle Real o en versión republicana, la Avenida Madero, y tras la Catedral el Cine Rex. Ambos con elementales equipos, suficientes para el festejo semanal familiar.
Estos cines, tradicionales, en la parte baja tenían las usuales butacas de madera, plegables. En la parte alta, la galería o gayola con escalones anchos que servían lo mismo para transitar que para sentarse a ver el espectáculo.
No te pierdas el fastidio…

 

Ciudad pacata, mocha, los cines mostraban películas nacionales, muchos charros, hartas canciones y un lenguaje límpido, sin alteraciones ni palabras malsonantes.
Una parvada de mocosos con la consabida correa al cuello y la charola de madera con palomitas, chocolates, gomitas y otros chuchulucos entre los que ahora me llama la atención, no había papas fritas, caminaban arriba y abajo de la sala ofreciendo su mercadería en un tono de voz en sordina.
Entre la chiquillada creo que todos aspirábamos a vender dulces en los cines. Nunca fui considerado, seguramente demasiado infantil.
Un día con el debido estruendo se inauguró el Cine Morelos. Los reflectores antiaéreos cruzando sus haces de luz, daban cuenta del extraordinario hecho no sólo a la capital tarasca, sino a poblados circunvecinos.
Sonido estéreo, envolvente, afirmaban, pantallas a todo color, y películas de importación con hermosos espectáculos de baile.
Y allí fue el acabose. Los pequeños dulceros fueron dotados de una blanca y planchada filipina y de una gorra igualmente alba. Tristeza y sensación de fracaso de los que nunca pudimos colgarnos tal adminículo con dulces.
Acudíamos con mi hermano Alfonso a gayola, pagábamos la mitad del precio y con la diferencia comprábamos pepitas de calabaza tostadas, habas enchiladas y garbanza (garbanzos verdes) cocida.
Era lo que se vendía en las alturas donde nos apilábamos los herederos del pueblo, el populacho.
Cuando llegamos al Distrito Federal, buscando empleo y sin encontrarlo, pensar en asistir al cine era un sueño. Los domingos lo pasábamos en el Parque Elías Calles, frente al viejo rastro, pero un buen día…
Nos enteramos, por invitación de un tío político de apellido Cornejo, que laboraba como inspector de espectáculos. Su adscripción, los cines en la colonia San Rafael, especialmente el Roxy sobre Puente de Alvarado.
Costumbres perdidas, el sindicato obligaba a que un señor, el tío, se sentara toda la función para observar al boletero que recogía las entradas, las rompía en cachitos y las echaba en un urna.
Con temor y vergüenza nos asomábamos a la entrada de la sala, nos veía y con una mano nos llamaba. Sin más, nos franqueaba el ingreso. Un señor que en sus largas horas libres, practicaba otro de mis sueños imposibles, la acuarela.
Con el tiempo todo volvió a su cauce. Comenzamos a trabajar, y con el trabajo se hizo habitual el día de cine. Peto nunca como en Morelia.
En el DF era un día normal aunque de descanso laboral. En Mochelia había que levantarse muy temprano, asearse a conciencia, peinarse con jugo de limón para que las cerdas de la cabeza permanecieran siempre en orden; zapatos boleados y piernas y brazos cuidadosamente frotados por la mamá con leche cruda.
El papá con riguroso traje, corbata, en tanto la mamá lucía sus mejores galas. Señoras había que portaban sombrero con velo.
La jornada empezaba con la misa, la visita a los portales a comer nieve, caminar un poco por cualquier lado, regresar a casa a comer y finalmente al cine.
Todo un rito que a pesar de su repetición, esperábamos ilusionados. Hoy, toda ilusión perdida, las familias jala cada quien por su lado. Sigo nostálgico…


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