De memoria

La primavera...

Carlos Ferreyra

Ya no ha quedado en el mas remoto de nuestros recuerdos, cuando con toda la pompa y circunstancia en la ciudad de México, a la sazón Distrito Federal, festejábamos las fiestas de la Primavera.
No dejaban de ser un divertimiento muy dirigido a las élites sociales, pero tenia sus sugerencias populares. Y a fin de cuentas todos participábamos, nos divertíamos aun desde la distancia.
Había un par de episodios que nos jalaban: por un lado la elección de la Reina de la Primavera y, por el otro, la Flor más Bella del Ejido.
Del primer concurso, garantizado, un breve camino directo al estrellato fílmico pero también, aseveraban los difamadores institucionales, un rápido desvío a la recámara presidencial o del regente capitalino.
En el caso de Adolfo López Mateos, no se ocultó su apetito por las bellezas nacionales. Era fama y en cierta forma se festinaba la versión, que en el desfile del 20 de noviembre se abanderaba a la burócrata mas bella.
Seguramente aparecería con posterioridad en una oficina cercana al mandatario.
Respecto a la Regencia del DF, demasiado tiempo estuvo en poder de un sonorense al que ni en la peor de sus pesadillas se le ocurriría meter una hembra bajo sus sábanas. Lo suyo era repletar la ciudad con camellones floridos.
Ernesto P. Uruchurtu del que nunca se conoció hijo pero sí muchos sobrinos. Como cura de pueblo, decían.
La Flor mas Bella, que contaba con grandes bellezas de rasgos muy mexicanos, y si el recuerdo es correcto, lo acaparaban las nativas de Xochimilco. Mirando a otros los participantes, quedó la sensación de parcialidad.
Pese a todo, la fiesta era a todo trapo y concluía con feria callejera, festejo religioso y juegos pirotécnicos a granel.
La otra fiesta contaba con un desfile en el que trepaban a la ganadora vestida de muñeca de pastel, su brillante diadema plateada con diamantes falsos, desde luego, al centro sobre el asiento trasero de un Cadillac convertible.
Atrás un camión plataforma con las princesas ya lucir el palmito —así lo consignaban los periódicos— por Avenida Juárez, la Alameda y nunca supe hasta donde terminaba.
Nos enterábamos después de la esplendorosa ceremonia, la coronación, el baile con añoranzas imperiales, los asistentes y los proyectos de la futura estarlet de cine nacional.
Tiempos de paz y tranquilidad a casi nadie se le siguieron a la cabeza malos pensamientos a pesar de que el boato y el exhibicionismo imperante en el festejo era un insulto a una población mayormente empobrecida.
Las Ciudades Perdidas donde se apiñaban familias de diez o más miembros en una sola habitación, brincaban lo mismo a la espalda o al costado del Palacio Nacional, que a lo largo de las principales rúas citadinas.
Sin juicios, sólo con la curiosidad normal, esperábamos con ansias los festejos, el de la Flor, prácticamente exclusivo para los habitantes del profundo y lejanísimo sur y el otro, de consumo masivo.
Con un gobierno capitalino donde privan en la mayoría de las damas creo que es el momento de recuperar estos festejos que, sin telarañas en la barriga, significan un merecido homenaje a nuestras mujeres…
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