De memoria

Un día cualquiera…

Carlos Ferreyra

Con frecuencia semanal, visitaba Sahuayo siempre en compañía de Manuel Suárez Ramírez, Guayo, él con familia en ese pueblo del oriente michoacano, vecino de Jiquilpan y cercano a San José de Gracia, donde recientemente un comando armado sacó de un velorio a una docena de dolientes, los fusiló en la calle, recogió los cuerpos inertes y lavó la sangre derramada.
Yo iba en pos de Lupita, una hermosa jovencita que no le pedía nada a su familiar, Lilia Prado.
Nunca entendí si era yo el titular o el suplente. Entre semana Lupita me colocaba una cornamenta de alce canadiense con un joven guadalajareño… a al revés, el adorno lo reservaba para el fin de semana.
Mi padre trabajaba en la construcción de la carretera Jiquilpan La Barca, y en el pueblo origen y residencia del clan Cardenas, tenía su base.
Cierto día decidimos conocer el nuevo camino. Enfilamos rumbo a La Barca pero a medio camino nos detuvo mi padre: “ni se les ocurra seguir adelante”, en uno de los llamados Once Pueblos había una guerra con el poblado vecino.
La historia no la hubiese imaginado el más prolífico de nuestros costumbristas. El hermano del Presidente Municipal fue a que le cortaran el pelo.
El rapabarbas le pidió que esperara porque tenía cliente en la silla y otro esperando. Sin más, el desastrado sacó el pistolón que llevaba en la cintura y con dos certeros disparos anunció: “ya no tienes a nadie esperando”.
Aquí la historia se enreda; naturalmente el peluquero salió por piernas y a toda velocidad. Por miedo evidente al edil mayor y su criminal hermano, se dijo que los asesinos, así en plural, habían huido al pueblo vecino.
Desde lo alto del cerro que fraccionaba a ambos poblados, comenzó el tiroteo que luego continuó con el deslizamiento de enormes rocas hacia las casas de las orillas.
Nunca supimos el final de la historia pero dimos por sentado que se volvían pueblos no aptos para el turismo. Y que en vendettas familiares habrá transcurrido mucho. Quizá hasta la fecha.
Poco tiempo pasó para que un mocoso de 14 años me retara pistola en mano y ademas me siguiera hasta el hotel para que yo saliera con mi arma a un duelo.
El niño, se sabia, llevaba dos muertitos a su escasa edad, mientras su padre, temido pistolero, no contaba sus víctimas y vivía cerca y supuestamente huyendo.
Entré al hotel, le pedí al dueño dos vasos de brandy que bebí como agua fresca. Mi cara seguramente decía lo suficiente. Estaba empavorecido, así que sin decir nada, el propietario de la hospedería salió a la puerta.
Llamó al terrorífico infante, lo insultó, lo amenazó y le advirtió que siendo poco el turismo, no iba a permitir que ningún hijo de mala madre lo espantara.
El escuincle desapareció y nunca más lo volví a ver, aunque ya no visitaba Sahuayo con la tranquilidad acostumbrada.
Y mucho menos cuando enfrente de nosotros que tomábamos alguna bebida en la nevera del hotel, dos sujetos mataron a Trino y Canela, los dos policías municipales.
Escuchamos la balacera, domingo a la salida de misa de 1:00. Salimos o más bien entramos corriendo en bola, los más veloces se refugiaron en el baño de damas.
Los torpes atrás del mostrador, tras las puertas y en algún resquicio apto para la protección. Nos burlamos de quienes corrieron con las mujeres y nos dimos aires valentones.
Seguimos en nuestros afanes comentando incidentes chuscos con ambos agentes. Apenas transcurrían dos o tres horas y nos dieron la noticia: “ya los agarraron y el nieto del Canela le descargo su escuadra a uno de ellos”.
Escuchamos el lamento de Francisco Javier Domínguez de Vidaurreta y Mejía, otro capitalino que solía acompañarnos en las visitas al pueblo.
“¡Dios mío! Pobre niño, y que va a pasar con él, su abuelo muerto y él en la cárcel”.
Fue una pregunta a coro, ¿por qué, quien lo va a encarcelar? Era su abuelo. Yo puse cara de jugador de pocar mientras Javier, Pirrus entre los cuates, intentaba razonar con argumentos legales y morales.
Alguien, con voz autoritaria, lo calló y no se volvió a hablar del asunto sino cuando llegó Guayo lamentando que la grasa que salió del cuerpo de Canela, se impregnó de tal manera que se llevo un buen cacho de pintura.
Curioso, en Sahuayo este tipo de incidentes no pasaban más allá de eso, de incidentes. Profundamente religiosos, no tenían empacho en organizar sus pantagruélicas comilonas donde a cada comensal le preguntaban por su bebida predilecta.
Lupita era menor de edad, pero en los convivios a los que asistimos, los anfitriones le colocaban una botella de brandy, otra igual para mi y una más para Pirrus o para Guayo, para el que estuviera presente.
No se bailaba, desde luego, todo era yantar y beber, desde luego platicar de los afanes campesinos, de los establos.
En la vecina Jiquilpan, los jóvenes se reunían en un casino donde bailaban mientras los mayores, hombres y mujeres, se ponían chachalacos. Allí no había alcohol para las nuevas generaciones.
Sahuayo, cabe mencionarlo, es uno de los sitios de las correrías de Pito Pérez, allí reside uno de sus personajes, Salustio Amezcua, boticario cuyo hijo del mismo nombre, Tuto coloquialmente, sigue la tradición y negocio familiar.
También se encuentra la tumba, aseguran que vacía, de Francisco Sahagún Baca, el mas importante sicario de Arturo El Negro Durazo.
Impensable diferencia de costumbres en pueblos tan cercanos…
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