Opinión

De memoria

La Segunda Guerra…

Carlos Ferreyra

 

Nací en plena Segunda Guerra Mundial, antes de que terminara, yo caminaba, pensaba por mi mismo y llevaba una vida tan independiente como podía serlo un niño de cinco, seis años en una ciudad provinciana.


 

En las mañanas con un paquetito de papeles recortados, me acunclinaba en el quicio de la entrada al despacho de leche de mi madre, doña Elena y comenzaba la oferta:

 


—vendo boletos para la guerra, vendo boletos para la guerra.

 

En esa cantaleta dejaba pasar el tiempo mientras miraba a las. marchantas del frontero Mercado de San Agustín, hoy atrio de la iglesia con esa advocación, y sólo los portales laterales dejaron para la venta de corundas, buñuelos y naturalmente el pollo de plaza, las deliciosas enchiladas entomatadas con fruta en vinagre.

 

A las siete de la mañana llegábamos a recibir la leche bronca que traía mi padre, Alfonso, desde Santa Ana Maya, con el queso fresco todavía chorreando el suero, ya estábamos preparados.

 

Mi madre era feliz con mis simplezas. Alfonso el hermano mayor, recorría las azoteas vecinas para ver el proceso de hechura del oloroso chicharrón y las insuperables carnitas que venderían en la puerta de entrada al mercado.

 

Con mi juego inocente, no molestaba a nadie ni tenía riesgo de nada. Siempre tuve pelo de negro, enredado y muy rebelde.

 

Sin problemas, doña Elena comenzaba, tras el baño, a restirar la pelambre aplicándole generosas dosis de jugo de limón. El resultado, era un cabello lacio, tieso como alambre y siempre en su ligar. No había viento que lo alborotara.

 

En cara, brazos y piernas, enérgicos frotamientos con algodones empapados en leche cruda. Durábamos medio día y eso era cotidiano, con la cara restirada, acartonada y ciertamente éramos festín de moscas.

 

Pantalón muy corto, peto y tirantes gruesos que se complementaban con unos botines similares a los TenPac.

 

En las noches nadie podía caminar por las calles de Morelia. Se decía que había estado de guerra. Los pocos autos de la ciudad, con papel tapaban las luces, dejando una rendija para que sirvientes humanos y animales no se dejaran atropellar.

 

Estaba prohibido fumar a cielo abierto, ante el peligro de que los cazas enemigas se abatieran sobre la ciudad.

 

Una solitaria bocina para alertar ante los inminentes ataques aéreos. Sonaba, la gente salía a calles y jardines públicos con sus rifles de cacería.

 

Duraban media noche haciéndose ilusiones de cómo iban a disparar. Al día siguiente se comentaba el vuelo solitario de un bombarderos nazi, que no se atrevió a enfrentarse a los morelianos.

 

Bien a bien, era un cuento recurrente y nadie pudo asegurar haber visto al enemigo sobre tierras purembe.

 

En los cines, no recuerdo si los había, películas de la lucha heroica e invencible de los güeros, a veces ayudados por algún cafecito que se moria salvando a su batallón.

 

Revistas a pasto, inolvidable Sucesos con sus viñetas y narraciones de las grandes batallas en aire y mar

La música: vengo a decir adiós a los muchachos porque pronto me voy para la guerra…

 

Queme cuide la Virgen Morena, que me cuide y me ayude a pelear…

 

Américas, unidas, unidas vencerán, América, tu nombre es Libertad…

 

Luego vino el hundimiento del Potrero del llano y del Faja de oro. Y entramos q la contienda con una fuerza aérea, el escuadrón 201.

 

Creo que diré adiós a los muchachos pero no habrá oportunidad para despedidas. Rusia, Ucrania, China Corea y los gringos harán lo necesario para que en esta ocasión no haya tiempo para vender boletos para la guerra.

 

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