Opinión

De memoria

Aquel México

por Carlos Ferreyra
Hubo épocas cuando los mexicanos pensaban que tenían Patria, respetaban sus símbolos, cantaban con fervor su himno y guardaban para el extranjero sus odios y sus ofensas.
Existía un partido político mayoritario en el que eran apilados, unos sobre otros, los explotados con los explotadores, los productores con los enriquecidos intermediarios, los cultos con los analfabetas y así.
Como sea, los mexicanos no éramos sabios, tampoco buenos, sólo mexicanos, amantes de los tres colores patrios, entusiastas celebrantes de las fiestas cívicas y adoradores de nuestra cocina y nuestras bebidas nacionales: tequila, mezcal y por regiones, charanda, sotol, Ixtabenún y desde luego el dulce rompope.
País rural, la premisa: la soberanía nacional se sostenía en la autosuficiencia. Maíz de sobra, frijol para todos y la leche, el queso necesarios para las mesas donde también se disfrutaba de las carnitas y el gordo chicharrón.
Decía mi padre, don Alfonso, que en el rancho Las Canoas donde presumo nací aunque me registraron en Morelia, cuando se enfrentaban apremios económicos, se comía mejor porque le torcían el cogote a una gallinita y entre el sustancioso consomé, repleto de ojos de la grasita y un molito improvisado con chiles colorados, se armaba la comilona. Abundancia de tortillas gruesas, de nixtamal auténtico y no se necesitaba más.
En la metrópolis, esa capital del estado torpe, como decían de Michoacán en virtud del presidente Ortiz Rubio conocido popularmente como El Nopalito, por baboso (tonto), con unos 30 mil habitantes, la leche era barata y los quesos frescos nunca faltaban en las mesas de cualquier nivel social.
Los establos, en las orillas de la ciudad, a los que se llegaba a pie en menos de 30 minutos, tenían clientela fija y caballos que aún si faltaba el que los montaba siempre, conocían al dedillo la ruta y los clientes.
No era necesario arrearlos. Con paso cansino recorrían las calles y se colocaban mirando la puerta de la casa donde había una entrega. Salía la señora y en un recipiente se le vertía la compra. Recuerdo que se pagaba con centavos.
Amarrados al costado de la silla, sendos botes de veinte litros cada uno, y en la mano el vaso de latón con asa, conocido como “litro”.
Agotada la ruta que coincidía con los botes de latón también vacíos, el caballo sin estímulo u orden alguna, emprendía el retorno a los establos. Lo recibía un becerrero que lo cepillaba cuidadosamente, lo hacía dar unos pasos y le daba de comer. A veces incluía terrones de azúcar o puñitos de sal. El postre, pues.
Cuando el jamelgo estaba descansado, entonces podía montarse y trotar un buen rato por el campo abierto.
Pero alertas a que don Alfonso no se enterase. Los caballos eran equipo laborante y merecían mucho descanso porque la faena comenzaba a las 5:00 de la madrugada y terminaba alrededor de las nueve o diez de la mañana.
Aparte de la leche y el queso a domicilio, alrededor de las seis y media o siete, pasaba el hombre del pan, en bicicleta o a pie, y en su enorme canasto, el riquísimo bolillo, granuloso y de costra dura tostada, y migajón albo, tierno y que aún quemaba las manos.
El olor se esparcía por toda la cuadra mientras el panadero cumplía vendiendo en el camino, pero con su mercancía destinada a la más cercana miscelánea o tendajón de barrio.
Y no faltaba nunca el campesino arreando un burro en cuyos costados iban enormes jarrones de barro rojo con la deliciosa aguamiel. El líquido clarísimo, agridulce, recién extraído de los magueyes. Bueno pa la sangre, recitaban y recomendado para que los niño no se vuelvan éticos (desnutridos).
Algo de pico de gallo en el vaso era el complemento magistral. El pico de gallo se hacía con cebolla picada, jitomate, chile serrano y en el colmo de la elegancia, con pepino o jícama. Todo picado.
Los recipientes donde viajaba el líquido, lucían un tapón de hojas de maguey enroscadas garantizando a la vista la frescura del producto.
A la vuelta de la casa una paletería puso de moda las paletas “de pulque” o sea de aguamiel, que debieron cancelar su venta en las mañanas, especialmente a los alumnos de la Escuela Federal “Tipo” David G. Berlanga que llegábamos a clase oliendo agrio.
País feliz, cuando los mexicanos se querían…

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