Opinión

De memoria

Tv, un mundo feliz…

Carlos Ferreyra

En el viejo y famoso edificio de Chapultepec 18, el que se derrumbó con el temblor de 85, al final del corredor del primer piso, colocaron un par de escritorios, una mesita redonda y varias sillas.
En ese sitio estaban las oficinas de los jocorones de la empresa, entre ellos un señor De Llano, el real conductor de la empresa en cuanto a su programación.
Si Azcárraga visitaba esa apiñadísima comunidad, era para saludar o consultar u ordenar al señor mencionado.
Un día, Don Dueño paseaba su augusta figura mirando de reojo a los trabajadores y murmurando lo que interpretábamos como saludos.
El silencio se apoderó del corredor donde se escuchó la voz ronca, sorprendida y con tono casi cural de Agustín Granados: ¡Miren, no toca el suelo!
Héctor lanzó una mirada centelleante al gritón, antes de romper a carcajadas. Allí se rompió la solemnidad. El visitante hizo alguna seña desde la puerta de su colaborador y se fueron ambos.
No estaba Spota que sólo se dejaba ver con brevedad para acordar con Héctor el contenido del programa y los académicos invitados, así como el tema elaborado por nosotros.
El tal Don Luis me tenía inflamados los congojos. Presumía y quizá era cierto, que apenas estudió la primaria y de alli salió a conquistar al mundo.
“Miren” nos dijo, “apenas terminé la primaria y ustedes con sus cartoncitos universitarios son mis subordinados”. Quizá no lo dijo con tanta gentileza.
Dos breves segmentos requerían de presentaciones, los ramos que a diario elaboraban para el programa en el mercado de flores, y las maravillosas obras manuales que nos llegaban de La Ciudadela.
Inicialmente ese trabajo iba a quedar bajo la responsabilidad del novelista Rafael Ramírez Heredia. Pueden creerlo o no, pero nunca fue capaz de pergeñar dos textos de diez líneas.
El exitoso Rayo McCoy fue dedicado a la función verdadera, la recolección de maletines repletos de billetes la que efectuaba mensualmente y con gran acento en entidades petroleras, en especial Tamaulipas.
Entre los planes de Anaya, estaba la participación conjunta de Agustín y mía. En sendas sillas mirando de frente a las dos cámaras, dábamos lectura a la “Columna sobre columnas”.
Un refrito que elaboraba comenzando, claro, con la que publicaba Spota en El Heraldo. Con tres apariciones fue suficiente, el conductor me dijo que mi voz se ocultaba bajo el bigote, que me lo rasurara. Comenté que en ninguna circunstancia me atrevería a sugerirle que no usara zapatos con plataforma y tacón.
No hizo mayor aprecio de mi majadería. Con el tono usual me comentó que esa parte se cancelaría pero igual seguiría escribiéndola.
Con frecuencia se acercaban por allí los amigos de Lolita Ayala. Una persona muy estimada. Llegó una lectora que apenas se iniciaba. La acompañaba un exitoso productor de apellido Prado y de mote Pradito.
Llegó con cara de felicidad; Lolita le preguntó por qué tan contenta. Mirando al acompañante, respondió, que iba a ser madre, Lolita la felicito y le preguntó desde cuando sabía de su embarazo. “No, apenas venimos de c…., ¿verdad Pradito?”
La identificable voz de Granados resonó con el mismo tono indiscreto con que había hablado la señora: ¡Muy bueno, la Dama del Buen Decir!
Genial, con ese mote pasó a sus programas y la gente, acrítica siempre, lo atribuía a su voz clara y nunca se fijaba en las burradas que decía o leía.
Salíamos en la noche de transmitir el programa grabado en su nacimiento. Nos acostumbramos a visitar cualquier antro al dirigirnos a descansar.
Ese día llevé a mis dos colegas a la Zona Rosa. Nos encontramos con un desorden de patrullas, borrachos con los vasos de bebida en la mano, un taxista detenido y varios otros manejadores intentando defenderlo.
Héctor usaba chaquetas de piel. Agustín atuendos de chavo. Se bajaron de mi coche, me invitaron, me negué y les anuncié que nos veríamos al día siguiente.
Al taxista detenido los borrachos con vaso en la mano, le rompieron parabrisa y medallón. Decían, tartajeantes que cómo ese pelagatos osaba cobrarles.
Entre los briagos, el mas exaltado se identificó como hijo de un comandante. Pero toparon con el justiciero súper comandante Anaya que exigió que el agente a cargo se presentara con él.
Llegó el oficial de mayor grado con el ebrio yunior. El comandante Anaya ordenó que se desalojara la calle y que al borrachín lo metieran en una patrulla.
Hizo llorar al chamaco, al que advirtió que su padre seria llamado temprano a la Jefatura y tendría que hacerse cargo de los daños, incluyendo la noche de trabajo perdida.
En ningún momento se identificó y Agustín muy propio, lo seguía y a todo lo que escuchaba, se cuadraba y repetía, “como usted ordene, jefe”.
Los borrachos pagaron los estropicios, el nunca declarado comandante dio instrucciones para que enchiqueraran al hijo del policía y advirtió que pasaría a firmar la consignación por alterar el orden público cuando terminase con otra misión.
Fue genial, al día siguiente todos en Televicentro repetían la hazaña. En la esquina del incidente estaba el cabaret propiedad de Azcárraga, así que todo mundo presenció el sainete…

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