Opinión

De memoria

Welcome…

Carlos Ferreyra

Llegas a la tierra de los libres, donde la justicia es norma de convivencia. Me encuentro en el aeropuerto de Miami, procedente de Nueva Orléans, donde flanqueado por dos agentes federales, me destripan la maleta, me desarman cámara y lentes y finalmente me llevan casi de cantarito al avión que me llevara a Florida.
Tenían razón, en mi calidad de jefe de la oficina de la agencia cubana Prensa Latina, logré un permiso especial para presenciar el juicio contra cuatro pescadores isleños capturados en un par de lanchas precarias.
Dijeron que en aguas territoriales gringas. Ni ellos se lo creyeron.
Como me es usual, salí al aeropuerto en la ciudad de México y apenas al llegar al puente, me acordé que no llevaba ni dinero ni documentos. Vuelta en redondo y perdí el vuelo.
La condición para el permiso, era viajar directo a Miami, en vuelo determinado, llegar al destino, abordar un taxi previsto y alojarme en el hotel que ellos reservarían. Las tales condiciones eran admisibles y comprensibles.
Al perder mi vuelo pensé en un enlace vía Nuevo Orléans. Al no conocer mis autorizaciones, los federales me detectaron y ante el terror de un funcionario de la Presidencia con el que coincidí en la aeronave, un par de personajes de la época de la prohibición se colocaron a mi lado.
Los tipos, con gabardinas largas, lentes oscuros, uno con sombrero, tomaron mi maleta y me llevaron a un minúsculo cuartito donde destazaron lo destazable. Por un teléfono sin dial, esto es punta a punta, hicieron las consultad respectivas.
Mi inglés, peor que elemental no me permitió seguir la secuencia liberadora. De pronto ambos se pusieron de pie, aventaron todo dentro del veliz, previo y muy veloz armado de mis artefactos y al nuevo vuelo.
En Miami los pasajeros fueron pasando uno a uno. Una mujer de baja estatura, uniformada, me colocó detrás de una linea en el suelo. En inglés me ordenó que no me moviera. Y me mantuvo bajo su mirada, evidentemente hostil.
Sin consciencia del tiempo, comencé a ver circulitos luminosos que daban vueltas en mis ojos y no me permitían ver con claridad.
Me asusté porque era el principio de una crisis epileptoide de las que tenía un par de malas experiencias. Recordé lo que pensé que debía hacer: apreté con furia los puños mientras mi pierna derecha sufría una incontrolable temblorina.
Cerré con fuerza los ojos recordando que si se lograban controlar los primeros síntomas lo mas probable es que no llegara el temido ataque.
Estaba con ganas de ahorcar a quien se acercara. Me imaginaba tirado en el suelo, convulsionando y dándole ese placer a los migras. De mis ojos salían chorritos de lágrimas.
La mujer uniformada, que no me perdía de vista, se alarmó y me preguntó si me sentía bien. No quise responder porque no quería que me temblara la voz. No tenía miedo sino una furia impotente. Moví la cabeza asintiendo.
Me tomó de un brazo, me apoyé en su hombro y evidentemente fue un acto inesperado, sentí la tensión en su cuerpo. Me llevó a donde una solitaria maleta daba vueltas esperando a su dueño.
Y vaya que están organizados, un sujeto sin facha de maletero, agarró mi petaca y sin decir ni agua va, me llevó a la saluda, abrió la puerta de un taxi, aventó en el asiento trasero mi equipaje.
Me trepé, el chofer con toño caribeño me dio la bienvenida y mencionó el nombre del hotel al que íbamos, frente a un bonito parque con muchas mesas de cemento, sombrillas e infinidad de jugadores del domino de nueve fichas.
Casi todos hombres viejos que cada tanto pegaban un grito, se levantaban de los asientos y lanzaban exclamaciones. Lo hacían cuando perdían y cuando atinaban en la jugada.
Días después se inició en Cayo Hueso el juicio contra los jóvenes pescadores con los que nunca pude hablar. Me miraban con profunda desconfianza y con razón, cómo entender que un enviado de La Habana se moviese dentro del Imperio.
Allí capté la única foto que me hubiese gustado conservar: cuatro casi niños, extremadamente delgados, enfundados en overoles amplísimos para destacar más aún su fragilidad.
Los pies aherrojados con cadenas que por detrás se unían con las del que seguía. En la cintura una cadena enlazada a las esposas y también unida al siguiente. Todo un espectáculo que se complementaba con nutrida escolta de policías con escopetas en robustas camionetas.
La foto se difundió en Cuba y en las principales ciudades del subcontinente, en parte de Europa. Y sólo yo me quede sin una copia…

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