Opinión

De memoria

No se olvida…

Carlos Ferreyra

Sucedió hace 52 años y no tengo registro de cuantos llevo intentando desfacer el entuerto, las versiones falaces e interesadas, muchas, y las inocentes y fantasiosas, las más.
Citan una expresión atribuida a Zabludovsky: hoy fue un día soleado, frase con la que se lesiona el prestigio del periodista y se minimiza la matazón en Tlatelolco. No es importante, sólo una muestra.
Repetiré mi rollo anual: ese día se casó mi hermana Olga con uno de los mejores seres humanos que he conocido, el médico José Faddul Monterubio.
No hubo entrega de la novia en el altar, mi padre postrado en cama, mi hermano víctima de un incidente callejero, quizá de un pretendido asalto y yo, el menor, tirado varías horas bajo mi camioneta mirando desde sitio privilegiado lo que sucedía en la plaza.
Me encontraba acompañado por José Antonio Rodríguez Couceiro, de EFE, y por mi compañero de Prela, el chileno Sergio Pineda, la cabeza fría del pequeño grupo. Allí vimos, a menos de tres metros, cuando le dieron su dosis de plomo al “Naranjero” que así conocíamos en el batallón de fusileros paracaidistas al general José Hernandez Toledo.
Para caracterizar bien a este personaje, recordemos que dos años antes profanó el Sacro Colegio de San Nicolás, donde fue rector Miguel Hidalgo y alumno adelantado José María Morelos y Pavón.
No le restemos méritos, un mes antes se adentró en el campus de la UNAM, ocupó las instalaciones y protagonizó una cadena de horrores que con el tiempo se fueron conociendo.
Antes, tuvo el dudoso honor de encabezar una furiosa batalla contra la puerta colonial de la prepa de San Ildefonso. Todo un héroe, sin duda.
Pero no es este personaje que valiente y encamado en el Hospital Militar pronunció la frase que debería estar inscrita en letras de oro en el Congreso Nacional o vista la actual Tremenda Corte, en su sala de plenos: si querían sangre, tomen la mía.
La herida que debe haberle ardido como pinchazo de vacuna contra la gripe, producto de un calibre minúsculo, .22, le redituó cargos y reconocimientos a pasto. Sólo digamos que en Tlatelolco puso a sus sardos a responder los balazos provenientes del Batallón Olimpia, que no era castrense sino un batidillo de policías federales, citadinos, algunos militares, los que dirigían.
También, aceptémoslo a pesar de sus agravios, los soldados que se desparramaban desde el puente de San Juan, donde estábamos aplastados, protegían a los aterrorizados manifestantes. De eso dieron testimonio muchos de los que salieron incólumes.
Además de la frase de Zabludovsky que al parecer es absolutamente imaginaria, en ese ejercicio mental hay quien metió diez mil o más manifestantes. La plaza, por su composición, si acaso permitiría un número a la mitad.
Se ha fantaseado sobre cientos y hubo quien dijo miles de muertos. Que nadie vio. Y como apoyo recuerdo cuando planearon un muro con los nombres de las víctimas, Carlos Marín les sugirió que no lo hicieran.
La razón era simple, no iban a obtener los cuentos de nombres que sólo quedaron en poco menos de treinta. Y allí el testimonio personal, acompañado por Pineda y el fallecido Armando Salgado Salgado, pudimos constatar 32 muertos en la Tercera Delegación y uno más en la Cruz Roja. Luego pusieron bajo control militar la delegación y nadie más pudo contar la cantidad de víctimas que nosotros incluso fotografiamos.
Al referirse a la gente que estuvo y salió viva, los llaman sobrevivientes, como si hubiesen sido clientes de los hornos nazis y agregan el término genocidio que implica la aniquilación de una cultura, un grupo étnico, una organización.
Los siguientes días se acercaron muchas personas a Prela. Unos pedían ayuda para asilarse en Cuba, y otros nada más para manifestar su furia y anunciar la inminente revolución, la rebelión de las masas.
Mientras los dirigentes estudiantiles y algunos prohombres de la izquierda marxista, maoísta y de otras corrientes, eran selectivamente recluidos en el Palacio Negro de Lecumberri, la gente, así como suena, se preparaba para acudir a la llamada fiesta universal.
Una decena de días después de lo que de acuerdo con los parámetros actuales no llegó ni a matazón, los indignados, los asustados y los amenazantes, brincoteaban felices a ritmo de los tambores con que los atletas africanos cerraron la fiesta.
Pasados los años, muchos de los principales dirigentes aparecieron en nóminas oficiales. Incluso en las relativas a la Policía Federal y los grupos de Inteligencia del gobierno.
Si se tratase de una misa, el cura habría cerrado el episodio diciendo que todo estaba en paz y enviando a los fieles a sus casitas.
Leo que todos estuvimos allí, hasta los jovenzuelos quinceañeros que hoy manifiestan su apoyo y exhiben su indignación contra el Gobierno represivo… de Díaz Ordaz. Y piden castigos. Les sugiero una consulta popular.

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