Opinión

De memoria

Los interminables periodistas…

Por Carlos Ferreyra

Creo que mi visita a Brasil fue mi postrer viaje a extranjia con el UnomásUno. Visité Sao Paulo, una ciudad moderna, plagada de edificiotes, con barrios, algo así como Wall Street, y con favelas ocultas a los turistas.
Las favelas corresponden a los que conocíamos como Ciudad Perdida y que durante la Olimpiada fueron escondidos a lo largo del Periférico tras pintorescas y coloridas bardas. Eran hermosas y no lastimaban ni la vista del visitante, ni el prestigio de un gobierno basado en el bienestar del pueblo.
Quizá lo recuerden algunos compañeros de viaje: nos facilitaron en Sao Paulo para transportarnos el mismo autobús que le acondicionaron al Papa para una reciente visita. En el asiento de la primera fila paralelo al chofer, había una cabina con llave y un cómodo sillón para recibir tan augusto tafanario.
Nos trepamos, yo el primero y me encerré allí, lo que divirtió a muchos pero a otros, católicos fundamentalistas, le parecía profanación… imaginen colocar mi vulgar trasero donde había estado el santo derrière.
Hubo fotos, bromas a pasto y a Brasilia, la capital. Estoy consciente de mi primitivismo, pero la ciudad me pareció fea, inhumana, ajena a una sociedad de hormigas. Los edificios tan celebrados, amontonados en lo que parecían Tlatelolcos, divorciado un barrio con otro, delincuencia de estos contra aquéllos.
El barrio diplomático objeto de una arquitectura pensada con las bayonetas. Las embajadas se separaban por distintos niveles, no había bardas, imposible intentar un refugio, un asilo, el amparo ante una clase militar poderosísima. No me gustó.
Fue allí cuando recibí una llamada de México. Los cooperativistas del Uno se reunirían en un salón de fiestas atrás de la Plaza México. Acordarían la liquidación de la propiedad común y formarían un sindicato. La empresa de acuerdo, los promotores la Lira y el Gutiérrez.
Me trepé al primer vuelo con destino a México y arrastrando mi maleta me presenté en la asamblea, que ya había dado comienzo. Los rostros de los asistentes, nunca lo olvidaré, con mirada de corderos recién satisfechos con su ración de pasto, me hizo escuchar timbres de alarma.
No vale la pena detallar, salvo la furia con que Blanche Petrich y una niña de la casta Margain, se lanzaron a dirigir un coro contra el para entonces intruso. Los argumentos de un lado y otro, alcanzaban el nivel de idioteces. No pude superarlo y en eso me ganaron la Carmen y el Luis.
Para Carmen, mi punto débil era cuestionar mi trayectoria y enfrentarme con mi presunta o real ideología. “Incomprensible, compañero Ferreyra, que un hombre con sus antecedentes y sus años en la izquierda latinoamericana, se oponga a un sindicato para defender a los trabajadores”.
Más o menos fue lo que dijo, y agregó que mi historial como revolucionario o algo por el estilo, quedaría en duda.
Como Macedonio reelectoral, esto es buey desmecatado o toro sin cerca, enceguecido por la luz del redondel, me lancé: “sólo falta que un pinche pasquín como éste pusiera en duda mi calidad moral y mi historia”.
Cierto, los participantes se abstuvieron de apedrearme. Si me ofendieron, yo les provoqué un entuerto con mi calificativo al periódico.
Siguió Lira mientras, mirada ceñuda, el gordo Gutiérrez iba observando a cada uno. Y anotando. “Me extraña su actitud cuando ha vivido en países donde los sindicatos son imprescindibles” o fundamentales o necesarios o cualquier otra necedad. No recuerdo la expresión pero sí mi respuesta.
En los países donde vi los sindicatos, incluso afiliado a alguno, los sindicatos tienen una responsabilidad de cogestión, de coadministración, de capacitación, de evaluación y promoción y así… en México son para defenderse de los abusos patronales. Y recordé los cargos empresariales de Lira en las partes privatizadas de la cooperativa. O sea en todas.
Hubo mucho más que mi tonta sensibilidad no me deja recordar. Y allí decidí renunciar, mientras Lira y los ensarapados Payán y Gutiérrez recogían las migajas.
Becerra abandonó el periódico, a las 24 horas clamaban por su regreso, lo repitió hasta que un maniobrero, Manuel Alonso, decidió apropiarse del medio, nombró directores a sus cuates que no pudieron con el paquete y luego se lo vendió/compró, al Gutiérrez que se retiró a su rancho veracruzano a disfrutar la vida al servicio de Dante Delgado.
En la foto que acompaña este recuerdo, vemos a Carmen Lira tal cual corresponde a la moda impuesta por el Okupa del Palacio Virreinal, atornillada a un trono de piel. Un sillón le pareció demasiado modesto…

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